El 24 de marzo lo mataron. Había pasado las primeras horas de la mañana en el Arzobispado, que entonces estaba en el Seminario San José de La Montaña. Salió como a media mañana con otros sacerdotes hacia la playa. Era un grupo organizado por el Opus Dei para compartir un rato y estudiar un documento del Papa. Así habían hecho desde su primera estadía en San Salvador. Lo había ido dejando por tanta ocupación y porque se había distanciado de las posturas conservadoras de ese grupo de sacerdotes.
Después del almuerzo regresaron y Mons. Romero se fue a la Parroquia El Carmen en Santa Tecla a confesarse con el P. Azcue, jesuita anciano, su director espiritual.
Volvió a su casa en el Hospital la Divina Providencia. Iba a celebrar la Misa de 6:00 pm por el eterno descanso de Sara de Pinto, mamá de un periodista amigo. Una señora le pidió la confesara y así lo hizo. Sus últimos actos ministeriales antes de ofrendar su vida fueron confesarse y confesar… para quitar el pecado del mundo…
En el parqueo del hotel Camino Real ya se habían reunido el Capitán Álvaro Saravia y Fernando “el negro” Sagrera con un ex - guardia nacional alto, delgado, barbado, que
llevaba un fusil. Conducidos por Armando Garay se fueron en un Volkswagen “Passat”
rojo a la Capilla de la Divina Providencia.
En la mañana de ese día, el Capitán Eduardo Ávila les había informado que en la Misa asesinarían a Monseñor, que ya todo estaba coordinado. Ante las dudas, el Capitán
Saravia telefoneó a su jefe, el Mayor Roberto D´Aubuisson, que se encontraba en San
Miguel descansando, y oyó la orden: “¡Hacete cargo!”.
En la sacristía, el Arzobispo escogía un texto del Evangelio diferente al que correspondía a ese día de la Cuaresma. Ya en la Celebración leyó: “… si el grano de trigo no cae en tierra y muere no da fruto… el que renuncia a su vida en este mundo, la guarda para la vida eterna… Padre, glorifica tu Nombre!” (Jn 12, 23-28). Era profecía cumplida al instante; escogida sin conciencia de ello por Monseñor, pero guiado por el Espíritu Santo que había dicho: “cuando los entreguen, no se preocupen de lo que van a decir… será el Espíritu… el que hablará en ustedes” (Mt 10, 19-20).
Y le dio palabras admirables para su homilía final: “… que este Cuerpo inmolado y esta Sangre sacrificada nos alimenten también para dar nuestro cuerpo y nuestra sangre al sufrimiento y al dolor, como Cristo, no para sí, si no para dar… justicia y paz a nuestro pueblo…”
Ya el carro rojo estaba frente a la puerta de la Capilla y el francotirador disparó.
Un solo balazo, como una explosión, abatió al Arzobispo.
Revestido de sacerdote, al terminar la homilía y antes de presentar el pan y el vino
en el altar, caía de espaldas con el corazón traspasado. Dios lo configuraba con Cristo, su Hijo. Celebró así su mejor Eucaristía, poniendo su propio cuerpo y su propia sangre como ofrenda agradable al Padre. “Hagan ésto en conmemoración mía”. Mezclo allí su sangre con la de su Maestro y Señor.
Las Hermanas Carmelitas y los fieles que estaban en la Celebración corrieron a auxiliarlo. Entre gritos y llantos llevaron a Monseñor en un pick-up a toda prisa a la Policlínica Salvadoreña (hoy Hospital Pro-Familia). Las Carmelitas que allí atendían lo recibieron queriendo devolverle la vida. Aplicaron toda la pericia médica y todo el amor por su Obispo, recuerda emocionada Hna. Puri. Pero el Arzobispo estaba muerto. Entre sollozos y en gran silencio lavaron su cuerpo.
Sobre una camilla, cubierto hasta el pecho por una sábana estaba el cuerpo pálido del mártir. Tenía todavía sangre seca en su mano derecha en torno a su anillo de Obispo. Un sacerdote conmovido hasta las lágrimas se acercó en silencio y lo besó. Era de noche.
Domingo 30 de marzo de 1980. Domingo de Ramos.
En la Plaza Barrios, frente a Catedral, cientos de miles de fieles y admiradores de Monseñor Romero se aglomeraban. Era la Misa de su funeral.
Durante cinco días miles más habían ido a venerar al Pastor Mártir, primero en la Basílica del Sagrado Corazón y después en Catedral. Cientos de sacerdotes habían concelebrado innumerables Misas, y los cantos y los llantos se confundían día y noche en las interminables filas de dolientes…
En la Celebración, presidida por el Enviado Papal, el Cardenal Corripio Ahumada, de México, había Obispos de varios países del mundo. De los nuestros sólo Mons. Rivera Damas. Ninguno más.
Iniciaba la homilía y comenzaron las bombas de propaganda y luego los balazos. Desconcierto. Pánico. Carreras, atropellos, asfixias. Y más de 40 muertos… En la Catedral hecha refugio, de prisa, enterraron su cuerpo. “si esto hacen con el árbol verde, qué no harán con el seco”… “no lloren por mí, lloren por sus hijos!”
Según los perseguidores había que acabar no sólo con Monseñor sino con todo lo que significaba. Profanaron su entierro, ensangrentaron la Plaza. Así sería por 35 años! Profanaron su memoria, ensuciaron la historia. A Monseñor Romero lo siguieron martirizando, dijo el Papa Francisco…
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